abril 03, 2018 3 Tiempo de lectura

Nos hace muy felices cuando ustedes nos escriben para contarnos su historia, porque como hemos repetido muchas veces, este espacio es suyo, para que publiquen. En esta ocasión Viridiana, mamá de Regina de cuatro años, se animó a escribirnos algo que para ella es muy importante.


Fui una adolescente rebelde; esa es la verdad. Me dedicaba al rock y, desde niña, cuestionaba cuando algo no me parecía. Tal vez por eso no me sorprende que mi pequeña sea como es: igual a mí. Desde siempre fui contestataria, al punto que mis padres, por miedo a que me convirtiera en “porra” y me paseara en los techos de los camiones, cerrando avenidas de la ciudad, me enviaron al bachillerato particular. Para tenerme más vigilada, decían… pensaban.



Crecí con la idea de ser un espíritu libre; que viviría en el rock & roll y que nunca traería escuincles chillones a sufrir a este patético mundo, chamacos que sólo comen y hacen caca. Sí, eso decía. Ay, mi “yo adolescente”, ahora me parece muy tonto. Sin afán de excusarme, debo decir en mi defensa que nunca tuve contacto cercano con bebés, quizá por eso pensaba que sólo comían, cagaban y lloraban.

Afortunadamente uno crece, recapacita y se da cuenta de que su manera de pensar era en verdad estúpida. Conoces al amor de tu vida de maneras misteriosas. Y viven juntos. Y se casan. Y tienen un bebé. ¡Y se convierten en adultos! Suena fácil, en realidad no lo es; sin embargo, así como es difícil, también cada paso es maravilloso.

Quizá por eso es que ser padres nos cambia tanto; porque desde el primer momento tu deber es cuidar a ese pequeño. ¿Cómo lo haces? Como mamá, cuidándote tú, comiendo sano, haciendo ejercicio, dejando los vicios, siendo más cuidadosa para todo, hasta para caminar; porque no sólo se trata de ti, también de tu bebé, desde el primer momento. Ya ni decir cuando crecen: necesitas toda la condición del mundo para seguirles el paso, no hay más.



Además de empezar a cuidar hasta lo que respiras, durante el embarazo los cambios físicos son evidentes y, de pronto, empiezas a sentir las cosquillitas desde adentro, después los movimientos y las patadas. Crece la ansiedad por conocerlo, por saber cómo será su voz o su pelo, por asegurarte de que siempre estará bien. Y después, al momento de separarse, creo que sí entras un poco en pánico. Confieso que llegué a decir, entre bromas, que sería mejor que mi hija y yo no nos separáramos nunca.

Por fin conoces a tu bebé, después del profundo dolor del parto. Lo puedes ver, aunque no tocar, aún. Cuando llega el momento en que lo abrazas, lo besas y sientes prensar su manita en alguno de tus dedos, es indescriptible. Así descubres que los bebés son mañosos desde las primeras horas de nacidos. Y lo ves crecer cada día; literalmente. Es maravilloso escucharlo hablar, o más bien, intentar hablar imitándote.

Creo que simplemente a partir del día en que confirmas que serás mamá, todo el mundo tiene un color distinto, y te das cuenta de lo ingenuo de tu “yo adolescente” que decía que los bebés eran máquinas de comer y ensuciar pañales; si con una sola de sus miradas y sus sonrisas, vale la pena absolutamente todo.

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