octubre 26, 2017 4 Tiempo de lectura

A todos nos ha sucedido, en mayor o menor medida: que nuestros hijos hagan un berrinche en público. Apenas me pasó en el súper: mi hijo André se puso necio con que le comprara un carrito. Empezó a gritar y se tiró en el suelo del piso del pasillo de los juguetes. Mi otra hija, Sofía, se contagió del espíritu de su hermano y también se puso a llorar. Yo no sabía ni cómo controlarlos y además pasó algo que me molesta mucho: las personas nos comenzaron a mirar feo.

Es inevitable, cuando los bebés van dejando atrás esa bella etapa en que dependen al cien por ciento de ti y descubren que pueden valerse por sí mismos, pero a la vez continúan deseando que tú les cumplas todos sus deseos, ahí aparecen los berrinches. Es complicado y difícil entender que mamá y papá no siempre estarán para ti y que lo que tú quieres no se hará siempre al pie de la letra, sobre todo si tienes entre tres y seis años. Por eso surgen los berrinches, los niños van aprendiendo y delimitando su personalidad. Como con todo, cada niño o niña es distinto y los hay más o menos berrinchudos. Por supuesto, también depende de la reacción de los padres. Hubiera sido más fácil para mí decirle a André: sí, te compro el carrito. El llanto y las lágrimas hubieran cesado. Pero a la siguiente ocasión que quiera algo, si mi respuesta es no, hará un berrinche, porque sabe que da resultado.

Sería una mentira decir que me ha resultado fácil lidiar con los berrinches, que nunca les ha funcionado a mis hijos. Pero los padres debemos tratar de hacer entender a nuestros hijos que a veces no conseguirán todo lo que quieren y que patalear no es la manera. Si estamos en casa y alguno de mis dos hijos comienza a hacer un berrinche, yo le pido que vaya a su cuarto y que cuando se le pase ese mal carácter, regrese. Si vuelve con cara triste e insiste, trato de hablar con él (sobre todo me pasa con mi hijo mayor, que ya tiene cinco años, la pequeña apenas está aprendiendo, más por imitación del hermano). A veces entiende, a veces debo pedirle que regrese a su cuarto. Luego se le olvida o se le pasa. Cuando el berrinche se sale de los límites, entonces yo misma lo llevo a su cuarto y le pido que se quede ahí cierto tiempo, dependiendo del tipo de pataleta, han sido desde dos hasta diez minutos. Le pido que piense bien lo que está haciendo, es una técnica que en inglés llaman time out, un tiempo fuera para que reflexione y se le pase. Siempre es importante que una vez que pase el tiempo fuera, recordemos a nuestros hijos por qué tuvieron que estar a solas y que sepan que aunque a veces los regañemos, los amamos más que a nada ni nadie.

            
En público es más difícil, no hay a dónde llevarlos a un tiempo fuera. En esos casos he procurado aplicar la de la mamá estricta, la que ceja de golpe: Ya, deja de hacer berrinche, no va a funcionar. En esta anécdota que les cuento, André se paró del suelo y me siguió por el súper, con cara triste y llorosa. Pero yo fui determinada, clara, no le di oportunidad a continuar con el llanto. Algo que sí trato de no hacer, es amenazar a mis hijos y no cumplir esas amenazas. Si mi hijo hace un berrinche y le digo: si no paras de hacer ese berrinche nos vamos a casa, y no nos vamos a casa, entonces él se va a dar cuenta que las cosas que yo digo no son ciertas y que puede seguir con esa actitud. Por eso prefiero ser directa y no hacer sentencias que no voy a llevar a cabo, porque entonces pierdo autoridad ante él.


Por último, mi consejo final es que como padres debemos entendernos unos a otros. Los papás de niños pequeños debemos ser un equipo que juegue del mismo lado, no unos contra otros. Incluso, yo creo que nadie debe juzgarte por lo que haces como padre, pero inevitablemente si tu hijo empieza a hacer una escenita, no faltan las miradas de desaprobación.
El otro día nos pasó a mi esposo y a mí que estando en un restaurante, en la mesa al lado de la nuestra, una niña de dos años empezó a hacer un berrinche. Quién sabe si estaría cansada, si no tenía hambre o sólo estaba llorando y gritando sin parar. Muchas personas comenzaron a ver feo a los padres, incluso oí a alguien comentar que por qué no se iban, que incomodaban a los demás. Tener un hijo no es una incomodidad y no tendríamos que estar disculpándonos por su comportamiento, son niños pequeños, no saben aún del todo las normas sociales ni cómo deben portarse en público. Nosotros comprendimos a esos padres, porque nos ha pasado, sentimos empatía por ellos. No debemos juzgar ni entrometernos en las decisiones de otros padres, nosotros debemos responsabilizarnos de nuestros propios hijos y creer que lo que hacemos es lo mejor. A lo mejor lo es, a lo mejor no, eso es parte de la aventura se ser padre.


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